El heroísmo consiste más en saber morir que en saber matar. Aunque no quiera o no pueda matar, el valiente muere con dignidad. Cae con altivez.
Así pasa en la guerra. El triunfo poco indica. Lo que cuenta es la sangre vertida en la lucha. Es también hueste valerosa la que pierde ante un enemigo abrumadoramente superior en técnica o en número. Las derrotas son honrosas cuando van precedidas de arrojo y firmeza por más que el olvido tienda a cubrir con el tiempo a los vencidos a causa de una fatal tendencia a exaltar con exceso a los vencedores.
Podemos decir, pues, como Walt Whitman:
“¡Hurra por los generales que perdieron el combate y por todos los héroes vencidos! Los infinitos héroes desconocidos valen tanto como los héroes más grandes de la historia”.
Cuanto se ha dicho es aplicable a los ejércitos incaicos durante la Conquista Castellana. Sus hombres supieron morir. Lucharon en cien combates contra España, mientras se derrumbaba el Incario, presa de rebeliones y guerras intestinas. Lidiaron contra el caos y la invasión. Perdieron con gloria. Pero casi todos los nombres de esos héroes yacen en el más absoluto olvido.
Fueron hombres a los cuales no amilanaron las brechas que en sus filas abría la mágica pólvora, hija del rayo. Hombres que resistían a pie firma las impetuosas arremetidas de los misteriosos centauros fogueados en Europa y América. Hombres que continuaban combatiendo pese a las feroces carnicerías. No le importó saber que al acero no tendrían otra cosa que oponer que sus pechos desnudos; que sus endebles armas de madera serían cegadas por las tajantes tizonas castellanas; que sus frágiles escudos de esteras y plumas de nada servirían frente a los invasores; que sus porras de piedra se destrozarían inútilmente sobre los yelmos o las corazas de hierro de sus poderosos enemigos. Y cuando la técnica militar de los conquistadores no bastaba, entraba en juego otro factor determinante: los auxiliares indígenas.
Loa antiguos peruanos, pues, supieron morir. En incontables combates y batallas cayeron quizás hasta por cientos de miles. Y al principio morían sin poder matar pues no sabían cómo combatir a tan temibles adversarios. Mas en breve lapso aprendieron mucho de veinticinco siglos de las artes guerreras europeas. Poco a poco, a costa de terribles sacrificios, fueron captando las formas de guerrear de sus adversarios. Y alcanzaron a ganar encuentros a los castellanos.
Se midieron así con la pólvora, con los corceles, con el hierro. Se enfrentaron a la espada y a la barda, al casco y al escudo, al estribo y a la espuela, al puñal y a la montura, a la coraza y a la partesana.
Se comprende la magnitud de este esfuerzo cuando se recuerda que el hierro revolucionó la historia de la humanidad, o que la pólvora derribó Constantinopla y terminó de liquidar al feudalismo, o que la caballería ha creado imperios a lo largo de tres mil años de la historia del mundo.
Y el marcado desequilibrio en la evolución cultural entre España y el Tahuantinsuyu no es sino uno de los muchos factores que operaron en aquel momento en que empezó a forjarse un nuevo Perú.
Imposible es resumir en unas líneas el panorama de la Conquista Española. Existen tantos y tantos capítulos marginados hasta este momento en nuestra historia que casi todos los peruanos –incluyendo a los más cultos– se sorprenden cuando leen que la Conquista costó cerca de cien batallas y que quince de ellas fueron ganadas por los soldados del Tahuantinsuyu.
Asimismo, escasas veces se ha tenido en consideración que la conquista, en gran parte, fue obra de los propios antiguos peruanos; pues numerosas confederaciones indígenas (escasamente cuzqueñizadas al llegar los españoles), se aliaron al conquistador de ultramar; es el caso de los cañaris, huancas, chachapoyas, yauyos, chinchas y yungas en general. No se ha visto todavía el papel desempeñado por los siervos yanacunas, quienes, rebelados contra el poder imperial cuzqueño, se convirtieron en eficaces auxiliares de los europeos. O que todos los bandidos y delincuentes indígenas fueron, igualmente, aceptados por los españoles en su lucha contra el régimen incaico.
Por otra parte, aguarda aún detenido estudio la encarnizada guerra civil entre los Hanan y los Hurin, vale decir, entre los partidarios del Huáscar Inca y de Atao Huallpa; lucha que no se detuvo con la llegada de los castellanos a nuestras costa, pugna sangrienta a lo largo de la cual los conquistadores, hábilmente, fueron meros auxiliares de uno y otro bando, según sus propias conveniencias.
Tampoco se ha hecho justicia a los esclavos negros que combatieron en primera línea por España muriendo en cantidad considerable. Y mucho menos se ha incidido en la importancia de la perfidia de varios aristócratas incaicos que se aliaron, con todas sus huestes, al conquistador castellano.
Tan importantes como los factores señalados es el del desequilibrio cultural: la Conquista enfrenta a un pueblo que emerge de la pre-historia, aún sin hierro, escritura ni rueda, contra otro que vive el Renacimiento europeo. Más de dos milenios de evolución cultural separan ambos bandos. De ahí la gigantesca superioridad técnica-militar de los conquistadores, superioridad que opaca sus pretendidas hazañas.
Prefiero dejar aquí la palabra a un hombre del siglo XVI, al jesuita Blas Valera:
“En lo que toca al aire militar, tanto por tanto igualadas las armas exceden lo del Perú a los de Europa; porque denme los capitanes más famosos, franceses y españoles sin los caballos, arneses, armas, sin lanzas ni espadas, sin bombardas ni fuegos, sino con una sola camisa y sus puñetes, y por cíngulo una honda, y la cabeza cubierta, no de celadas o yelmos, sino de guirnaldas de plumas o flores, los pies descalzos por entre las breñas, zarzas y espinas; la comida yerbas y raíces del campo; por broquel un pedazo de estera en la mano izquierda; y de esta manera entrasen en campo a sufrir las hachas y tridentes de bronce, las piedras tiradas con hondas, las flechas enarboladas, y de flecheros que tiran al corazón y a los ojos. Si de esta manera saliesen vencedores, diríamos que merecían la fama de valeroso entre los indios”.
“Mas así como no fuera posible poder ellos sufrir tal género de armas y batallas, así también, como humanamente hablando era imposible poder salir con la victoria. Y en contra, si los indios tuvieran la potencia de las armas que los de Europa tienen, con industria y arte militar así por tierra, como por mar, fueran más dificultosos de vencer que el Gran Turco. De lo cual es testigo la misma experiencia, que la vez que se hallaron españoles e indios iguales en armas murieron los españoles a manadas”.
Así, tal como suena. Y líneas abajo, antes de enumerar algunas de las victorias indias sobre los castellanos, expresa lo siguiente: “con mucha desigualdad de armas, esto es, estando los españoles cargados de ellas y los indios con su desnudez, fueron vencidos los españoles en batalla campal muchas veces”.
Y ¿qué nos afirma otro escritor, también del mil quinientos, como el gran cronista Gutiérrez de Santa Clara? Nos dice que si esta tierra, en vez de “gente desnuda y sin arma defensiva y ofensiva la hubieran poblado gente de razón, y fuera armada, y tuviera artillería y arcabucería y buenos caballeros… fueran (los castellanos) por ellos muertos y hechos pedazos cruelmente”. Como se puede apreciar, para este cronista la diferencia en armamento es tan notable que se le hace difícil aceptar que los indios estuvieran armados.
También apunta que “mas con todo esto fue grande la multitud de españoles que en ella murieron a manos de los indios”. Sabemos a través de otros cronistas, que sólo durante la insurrección de Manco Inca perecieron más de mil conquistadores.
Gutiérrez de Santa Clara, por otra parte, comentando la segunda batalla de Sacsahuamán o sea el asalto a esa plaza fuerte por los españoles dice que: “en fin, la questión y pelea fue con indios desnudos que no alcanzaban ningunas armas como las tienen los españoles; que si esas tuvieran ¿quién bastara a tomar por fuerza aquella fortaleza del Cuzco?”. Basta y sobra como comentario.
Son, sin embargo, los cronistas soldados, con Pedro Pizarro, Ruiz de Arce o Diego de Trujillo y sobre todo Cieza de León –el excelso Cieza-, los que más inciden en la heroica resistencia incaica y aquellos anónimos combatientes españoles autores de las Relaciones del Sitio del Cuzco. De sus obras brota la epopeya de los vencidos. Esta surge también de Antonio de Herrera y de Bernabé Cobo. Y en forma inigualable en la relación que dictara Titu Cusi Yupanqui, ya en el ocaso de Vilcabamba. Ahí, en esa obra, está la gesta de su padre, Manco Inca, al cual acompañó, siendo aún niño, en sus gloriosas campañas.
Vega,J. (1963). La guerra de los viracochas. Peru: Populibros Peruanos
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